Una exposición en el Parlamento foral, con motivo del 50 aniversario del sindicato LAB, ha generado una carta de protesta por parte del presidente de los empresarios navarros. Escrito que, por supuesto, ha merecido una reseña detallada en las páginas del ejemplar del Diario de Navarra del pasado 13 de febrero.
Esos parásitos sociales organizados en la Confederación Empresarial Navarra (CEN), muestran en esa misiva, de la que tan ampliamente se hace eco el periódico de Cordovilla, su “pesar, indignación y disgusto” por las imágenes que contiene la mencionada exposición.
Según esos sensibles ciudadanos ejemplares, el Parlamento foral no puede utilizarse para “ridiculizar o desprestigiar a una parte de nuestra sociedad”. La queja es por representaciones y leyendas que consideran “burlescas y ofensivas” para los líderes de la clase social minoritaria que vive de explotar la fuerza de trabajo de la mayoría de la población.
Manifiestan las sanguijuelas que, en estos momentos, es necesario “potenciar la figura del empresario” por “la inversión, empleo y bienestar que generan” (sin comentarios).
Y finalmente sentencian con una máxima propia de la más pura ideología fascista: “Sí a la libertad de expresión, pero no en el Parlamento”.
Pero, ¿quiénes son esos señoritos incomodados hasta tal extremo por unos carteles reivindicativos, que se atreven a acotar zonas donde debe negarse la libertad de expresión?
Si se mira hacia atrás, nos los encontramos sufragando la rebelión militar de 1936 contra la II República, de cuyo triunfo obtuvieron cuantiosas ganancias.
Ahí estaban los March, los Barrié de la Maza (conde de Fenosa), los Oriol y Urquijo, los Muñoz Ramonet, los Mahou, los Coca, los Banús…, y en Navarra, los Huarte, los Taberna, los Lizarda, los Irazoqui, los Muerza…
Copaban los consejos de administración de empresas y al mismo tiempo cargos políticos, de tal manera que existía una simbiosis entre las instituciones y las empresas. Amasaron sus fortunas, explotando a miles y miles de trabajadores en condiciones denigrantes, y valiéndose de prerrogativas administrativas beneficiosas para sus intereses.
En la actualidad, esos empresarios, herederos de los mencionados anteriormente, en su mayoría, han vendido las empresas a multinacionales que practican la salvaje deslocalización en búsqueda de abaratar costes de producción a cualquier precio.
Ni invierten, ni generan empleo, ni, por supuesto bienestar, sino todo lo contrario.
Estamos viendo como cada día se producen cierres de empresas por falta de inversión, o por traslados a otras localizaciones más amables con los costes laborales o con una fiscalización más laxa.
Su cacareado amor a esta tierra es una gran mentira. Su corazón sigue exclusivamente los dictados de su cartera.
No constituyen ninguna fuerza de progreso, todo lo contrario, la clase empresarial, en estos momentos, es una clase destructiva.
Con su afán de acumulación capitalista, de desarrollo desenfrenado, está abocando a la humanidad al colapso ambiental, hacia el desastre humanitario, hacia la guerra y la barbarie.
Es una clase social que no merece ningún respeto. Son acreedoras del mayor rechazo posible, empezando por ridiculizarla desnudando sus falacias. Para conseguir destronarlas del privilegiado lugar que ocupan en la escala social como propietarias exclusivas y a perpetuidad de los medios de producción. Arrebatándoles el papel que juegan en la toma de decisiones sobre los bienes comunes y el bienestar del conjunto de la humanidad.
Esta pataleta montada por una exposición demuestra que toda forma de desenmascararles resulta positiva y les hace daño.
Mientras no consigamos expulsarles, por lo menos que podamos reírnos de ellos.