Golpe de Estado: hijos de Dios vs hijos de Caín (y III)

Interesante artículo que no leerás en Diario Navarra ya que revela la colaboración estrecha entre la Iglesia Católica Navarra y Diario (Católico) de Navarra en la construcción del relato para la brutal represión civil y militar franquista en Nafarroa.

Víctor Moreno, Fernando Mikelarena, Carlos Martínez, Orreaga Oskotz, José Ramón Urtasun, Jesús Arbizu y Txema Aranaz, del Ateneo Basilio Lacort.
Fuente: Diario de Noticias

La represión civil y militar no se encontró sola en su proceso de construcción de las comunidades referidas en artículos anteriores, formada por la de los afectos y desafectos, vencidos y verdugos, respectivamente. La Iglesia no fue menos. Y, de acuerdo con su naturaleza teológica, creó la de los Hijos de Dios e Hijos de la semilla de Caín, distinción debida al obispo Pla y Deniel (Las dos ciudades, 1937), y repetida por los obispos durante la Dictadura.

Ningún jerarca eclesiástico se saldrá de dicho binomio. La utilizaron los obispos M. Olaechea y E. Delgado, y sus homólogos navarros Arce, Ilundain y Gúrpide y, muy especialmente, el colectivo de los canónigos de la catedral, S. Beguiristain, B. Goñi y A. Ona, así como H. Yaben, canónigo de Sigüenza, quienes, en sus colaboraciones en Diario de Navarra, repitieron la supremacía moral de los hijos de Dios –como si no lo fueran todos, según su jerga–, frente a la de quienes, consideraban ateos y antipatriotas.

En la celebración de la fiesta de la Ofrenda a Santiago, en 1939, Blas Goñi, por citar un ejemplo, recordará que “la Cruzada es capítulo de esa lucha que se desarrolla entre las dos Ciudades de que nos habla san Agustín. La ciudad de Dios, levantada en nuestra Patria por el Apóstol Santiago, se vio combatida por la ciudad de Satán, el espíritu del mal, que trató de extinguir aquella Luz salvadora del Evangelio… La revolución ha querido arrancar a Dios el alma nacional. Por algo, se llaman los sin Dios y contra Dios” (Diario de Navarra, 24.7.1939).

Arce diría lo mismo con palabras distintas: “el panorama que ofrece la guerra actual, (es) de un lado el Comunismo exótico que aspira a construir un Estado sin Dios, la escuela sin Cruz, la familia sin vínculo y las conciencias sin freno: y del lado contrario el sentimiento del alma nacional que aspira y trabaja y lucha por ver reconstruido el Estado con Religión, la escuela con Cruz y las conciencias con el freno de las leyes y el decálogo cristiano” (Diario de Navarra, 7.2.1937).

Fue Marcelino Olaechea quien más contribuyó a extender dicha división, fundada en una teocracia nada evangélica. No solo distinguió y defendió el binomio de hijos de Dios e hijos de Caín, sino que muy tempranamente, en carta remitida al director de los PP. Salesianos, Ramón Cambo, aceptaba con “todo su corazón, levantar una gran iglesia en Pamplona a la memoria de los mártires navarros, caídos por Dios y por la Patria en esta santa Cruzada, la más santa que han visto los siglos [€]. Navarra no dejará de levantar un gigantesco monumento que perpetúe el heroísmo y el sacrificio de sus hijos en esta lucha por el Altar y por la Patria”. (DN. 3.3.1937).

Más “entretenida” y delirante fue su pastoral de 1941. Tras recordar la intrínseca pecaminosidad del baile agarrao, añadía: “Hay que desterrar el baile agarrao. Vosotros los ganadores de la Santa Cruzada sois los que no tenéis derecho a bailar el agarrao; los de la izquierda, sí; los rojos, sí; vosotros no”. Nosotros, los puros; ellos, los impuros.

Pasaron los años, pero el maniqueísmo doctrinal de la Iglesia siguió inmutable. El 6 de julio de 1947, con el referéndum sobre la Ley de Sucesión en liza, el obispo de Pamplona, Enrique Delgado, reformularía el binomio, solo que, ahora, estaría formado por el comunismo y la religión. “Es un deber votar para salvar el porvenir de la religión y no dejar paso al comunismo” (Diario de Navarra, 2.7.1947).

La Iglesia no dejó nunca de considerar que la mitad de la población llevaba inserta la semilla de Caín en su ADN. Este planteamiento la llevaría a actuar de un modo totalitario, convirtiendo España en una sacristía, aplicando un absoluto avasallamiento clerical. La presencia de lo religioso en la sociedad fue atosigante, asfixiando cualquier átomo de libertad de conciencia y de culto. La vida giró sobre el eje de la religión: misas, rosarios, procesiones, novenarios, fiestas religiosas, cultos, ceremonias conmemorativas, funerales, sufragios, confesiones colectivas y demás sacramentos. ¡Y ay de aquel que no cumpliera!

La imposición religiosa y su moralidad paralela fue atroz. Ningún aspecto de la vida se escapó al ordenamiento disciplinar religioso: escuela, enseñanza, libros, cine, bailes, vestidos, educación, sexo, mujer, modas, fiestas, trabajo, baños públicos…

La blasfemia se convirtió en delito según el Código Penal de 1944, creando delatores, buenos hijos de Dios, por cualquier esquina. Se prohibió, bajo pecado mortal y multa correspondiente, trabajar en domingo; se persiguió el baile agarrao, y el sexo y la masturbación los convirtieron en paranaoia. Se multó con cinco pesetas “por faltar a la moral llevando la camisa por fuera e ir remangado dando la sensación de ir sin camisa”, o, sin más, “sacarse la camisa de los pantalones” por considerar tal gesto “indecoroso”.

Y todo ello para recristianizar a quienes se dejaron engañar por ideologías ajenas al ADN español y devolverlos al redil que abandonaron como ovejas descarriadas. Las llamadas Santas Misiones se crearon para la evangelización del pueblo español, al que, en su conjunto, consideraba como “masas obreras descristianizadas”. A partir de 1940, actuaron estas campañas misionales. En 1944, se fundó una Asesoría Eclesiástica de Sindicatos, cuya finalidad fue prestar asistencia religiosa a los afiliados. Se obsesionaron en que los obreros hicieran ejercicios espirituales, en especial, los empleados de la propia Organización Sindical. Y así se hizo.

La obsesión enfermiza de la Iglesia por uniformar y homogeneizar el comportamiento privado y público de los ciudadanos bajo su doctrinario clerical, acabó con todo signo de libertad. Solo hubo una moral, la católica, aplicándose a todas las esferas posibles de la existencia: familia, escuela y vida social. Se aplicó una censura implacable sin exceptuar cualquier ámbito, acentuando la censura cinematográfica y literaria, después, incluso, de la depuración y quema de libros prohibidos por el Índice llevada a cabo por la Junta Superior de Educación.

El oscurantismo impuesto por los hijos de la Luz fue tal que, hasta bien entrada la democracia, nadie accedía a un trabajo sin el certificado de buena conducta, firmado por el párroco, y una partida de bautismo, garante de que su portador era un buen hijo de Dios.

Por todo ello, podríamos concluir que el nacionalcatolicismo es intrínsecamente maligno para el cultivo de la autonomía y la libertad de la persona y de la ciudadanía.