Fuente: Plataforma en Defensa del Patrimonio Navarro
En el año 2010, Ollarra, desde las páginas de Diario de Navarra, denunciaba lo que llamó una nueva “desamortización eclesiástica“, iniciada, en su opinión, por un “movimiento populachero nacional sin provecho para nadie”; “una manifestación más del laicismo radical y beligerante“. Y, para decirlo con sus palabras más características, un producto “del odio y la mala uva de una minoría moralmente desarrapada cuyo descaro llega a límites esperpénticos“. Su improperio se cebaba en “estos laicistas, descendientes de matacuras y quemaconventos, [que] practican un gamberrismo sistemático y algaradas poco improvisadas“. Y, aprovechando que el Arga pasa por Iruña, terminaba su encrestado artículo recordando que “además de dejar contentas a las rapadas en el 36, nos acordemos de las monjas asesinadas simplemente por llevar sus hábitos” (26.9.2010).
Pero, mira tú por dónde, en este mes de enero de 2022 la Conferencia Episcopal Española sostuvo que “alrededor de un millar de bienes se han adjudicado erróneamente a la Iglesia”. En el caso de Navarra, reconoció que “se adjudicó 74 bienes que no son suyos”. ¿Solo? Bueno, menos es nada. Y no se piense mal. Lo hizo sin darse cuenta. Sin mala intención. ¿Cómo va la Iglesia a apropiarse de lo que no es suyo si dicha acción la tiene terminantemente prohibida por el séptimo mandamiento de la ley de Dios?
En la información proporcionada por los periódicos, se decía que hay un listado de 35.000 bienes inmatriculados por la Iglesia entre 1998 y 2015. Reconocía la Confe que 1.500 más no deberían aparecer en ese listado, porque “fueron inmatriculados antes de 1998 o porque llegaron a manos de la Iglesia por otra vía”. La vía del Espíritu Santo, entiéndase. Es increíble. La Iglesia sigue siendo incapaz de reconocer que todas las inmatriculaciones constituyen una usurpación, un robo a mano armada notarial.
El informe episcopal revelaba sin quererlo que los procedimientos de la Iglesia a la hora de apropiarse de miles de bienes fueron hechos de un modo impropio de una empresa que tiene origen y fin divino. Ha actuado “a traición” y “por la espalda”. Ni siquiera tuvo el detalle de advertirlo a los Ayuntamientos, con quienes ha gestionado a lo largo de los siglos su funcionamiento y su economía, esta a cargo del erario.
Los defensores de este patrimonio, tipo Ollarra, defienden que la propiedad de la Iglesia lo ha sido ab ovo. Antes, incluso, de “constituirse los Ayuntamientos”. Afirmación paradójica, porque infinidad de iglesias y ermitas nunca se hubiesen construido sin dinero municipal. Si la Iglesia hubiese ejercido esa propiedad a lo largo de la historia, ¿habría tenido necesidad de inmatricular dichos inmuebles ante notario? Si lo ha hecho de “esa manera”, es porque jamás dispuso de tal titularidad.
Contra los Ayuntamientos se argumenta que haber pagado esas construcciones –como consta en las capitulaciones entre constructores de iglesias y Ayuntamientos–, no constituye razón suficiente para alzarse como propietarios. Pero menos propietaria será quien nunca pagó un maravedí por ello. Al menos, no debería tener la cara dura para invocar dicho título.
Recordemos que el ejercicio de esa propiedad compartida –tácita y reconocida por ambos lados–, se realizó mediante lo que se llamó Copatronato, una institución formada por un cabildo secular –Ayuntamiento– y un cabildo eclesiástico –Iglesia–. La extrañeza está en que, cuando se habla de Copatronato secular se añade que eso no implica, tampoco, ser propietario, pero, curiosamente, tal juicio no se sostiene si ese Copatronato es el eclesiástico. Entonces, se dirá que la Iglesia ejerció dicha propiedad desde siempre.
Lo cierto es que ni la Iglesia, ni el Ayuntamiento jamás ejercieron dicho derecho de propiedad en sentido jurídico estricto. De ahí que, si Iglesia y Ayuntamiento fueron copatrones, se entenderá que la infamia de registrar por la espalda una propiedad compartida durante siglos, sin consultar a tu eterno compañero de viaje, solo la puede llevar a cabo un mafioso o un ladrón. Y hacerlo, además, sin presentar ningún título de propiedad, porque este no existe.
Para entender mejor el término de Copatronato, el caso de un ayuntamiento ribero resultará ilustrativo. En 1883, pidió recuperar a las autoridades eclesiásticas y civiles “el derecho que, desde tiempo inmemorial ejerce el patronato de la Iglesia Parroquial de esta villa en unión con el Cabildo Eclesiástico de la misma, interviniendo en la construcción y reparación de ese templo, nombrando párroco, sochantre y demás dependientes, aprobando o impugnando las cuentas de la fábrica y ejerciendo en fin todos los actos inherentes al compatronato y siendo presididas las juntas por el alcalde, según así se acredita por los documentos que por copia se acompañan y resulta también de los libros de acuerdos que obran en el archivo municipal de esta villa”.
El párroco se negó en redondo, escudándose en una Real Cédula de 1854, donde “se había ordenado que las parroquias no presentaran al tribunal (Copatronato) las respectivas cuentas, cesando cualquier, privilegio, uso o costumbre en contrario”. Se negó al Ayuntamiento el derecho a saber cómo utilizaba la Iglesia el dinero que esta recibía del municipio, higiénico ejercicio que se venía haciendo desde el siglo XVI.
Actualmente, es imposible que los Ayuntamientos recuperen por vía judicial este patrimonio. Y no, porque no puedan presentar títulos de propiedad sobre cada uno de ellos. Tampoco los tiene la Iglesia y ya ven de lo que ha sido capaz. Así que, visto lo visto, solo queda la opción del Parlamento. Es quien tiene en su poder la llave para solucionar este litigio. ¿Cómo? Aprobando una ley que restituya a todos los Ayuntamientos la titularidad de estos bienes que por Justicia les pertenece. Lo demás será roer un hueso de hierro.